Artículo de Guillermo Piquero.
Cuando Joxe Miguel de Barandiaran rescató a principios del SXX
los últimos retales culturales de la cosmovisión indígena vasca, se
encontró con una mitología a la que definió
como de carácter “ctónico o subterráneo”, ya que al igual que las
mitologías de los pueblos preindoeuropeos con las que estaba
emparentada, dirigía con más atención su mirada hacia las
profundidades de la Madre Tierra que hacia las alturas del Padre
Cielo. Así, la mayor parte de los númenes y espíritus de la naturaleza
que recopiló de la tradición oral, procedían de un
particular inframundo o infierno vasco que carecía de las
connotaciones negativas que predicaba el cristianismo romano y con el
que establecía comunicación el pueblo llano a través de ritos y
ceremonias sagradas.

Para nuestros antepasados, entrar en este Reino Subterráneo era
entrar en el vientre de Ama Lur, en un mundo espiritual paralelo al
nuestro, en el que habitaban los difuntos,
pero en el que también se gestaba y regeneraba la vida. Podríamos
decir que más que un lugar de muerte, era un lugar de regeneración, como
lo demuestra el hecho de que a lo largo de decenas de
miles de años de prehistoria, pervivió el rito funerario
de enterrar a los difuntos en posición fetal. Del mismo
modo, en yacimientos arqueológicos del Neolítico preindoeuropeo, se
han encontrado hornos de pan de 7.000 años de antigüedad cuya bóveda
imita el vientre de una Gran Diosa gestante. Imaginémonos
pues el útero incandescente de Mari y tendremos una imagen
arquetípica perfecta de lo que en realidad representaba el infierno para
nuestros antepasados.
Según la tradición oral, esta
matriz de fuego estaba conectada con la etxe vasca a través de galerías
subterráneas que desembocaban en el fuego
del hogar y permitían a las almas de los difuntos visitar por las
noches a sus parientes “del otro lado”. Este precioso testimonio es sin
duda una reminiscencia de la espiritualidad prehistórica
que sobrevivió, sin aparentes fisuras, de la hoguera de la cueva a
la cocina de la etxe. Han tenido que pasar más de 150 años de
investigaciones sobre el Paleolítico Superior para que se empiece
a admitir de manera generalizada que la cueva, además de hogar, era
un templo cuyas especiales características (profundidad, oscuridad,
silencio,..) facilitaban el acceso al Mundo espiritual a
través de estados de consciencia chamánicos
(sorgin, azti). Ese es el significado que se esconde tras el mito de
la cueva como entrada primordial al útero de la Madre Tierra. Y
quizás por eso, en la mitología vasca, Mari hila preferentemente en la
entrada de las cavernas. Por qué representan una frontera
simbólica entre el Mundo Físico y el Mundo Espiritual, y Mari se
vale de su hilo dorado para mantener unidas estas dos realidades
paralelas que forman parte de su ser.
Akerbeltz

Pero sigamos este hilo, penetremos en la cueva y descendamos
hasta los infiernos. Allí, en las profundidades del subsuelo, al otro
lado del hilo, encontraremos a Akerbeltz, el
regente del inframundo. Él es el simbólico portador de la semilla
que debe ser enterrada en la oscuridad de la tierra fértil para que
brote creando vida. La arqueóloga Marija Gimbutas nos muestra
en sus investigaciones como en el imaginario simbólico
preindoeuropeo el color negro (beltz) aparecía en el arte neolítico en
relación con símbolos de fertilidad y de nacimiento. De ahí la
conocida costumbre entre los pastores vascos de tener un chivo negro
en representación de Akerbeltz para proteger y garantizar la fertilidad
de sus rebaños.
Esta función de Akerbeltz
como protector de los rebaños le vincula con un antiquísimo arquetipo
sagrado: el del “Señor de los animales”. Un término sincrético que
engloba a una serie de divinidades que, bajo distintas formas y
distintos nombres (Cernunnos, Pan, Fauno, Pashupati,…), estuvo y
está presente en numerosas culturas arcaicas del planeta. Mitad
hombre, mitad animal (venado, toro, chivo o carnero), suele
representarse astado como atributo de su virilidad. Representa el
arquetipo divino de la fertilidad, al principio masculino de la
naturaleza, ya sea asociado a los ciclos reproductivos de los animales o
al crecimiento de la vegetación y de los bosques.
El Momotxorro

Y
encontramos también en el floklore vasco una figura que, al menos a
nivel simbólico, comparte atributos con Akerbeltz.
Se trata del momotxorro de los carnavales de Altsasu. Su imagen a
medio camino entre animal y humano, sus grandes cuernos y la sarda que
porta, se lo ponen fácil a nuestro subconsciente para
relacionarlo inmediatamente con el infierno. Pero como hemos visto
hasta ahora, el infierno de la cosmovisión indígena europea en poco o
nada se parecía al que quiso imponernos la Inquisición
durante siglos. Al infierno vasco, a la matriz de Ama Lur, se
entraba a través de las cuevas, y es en una de ellas precisamente (Les
Trois Freres), en la ladera norte de los Pirineos, dónde
encontramos un grabado paleolítico de 15.000 años de antigüedad que
guarda un gran parecido con el momotxorro. En dicho grabado se puede ver
a un hombre-bisonte danzando y rodeado de una manada de animales de diferentes especies, lo que permite a muchos investigadores calificar a la
imagen de Les Trois Freres como la representación más antigua que existe del Señor de los animales.
Si el momotxorro es o no es una reminiscencia de los ritos y
danzas totémicas paleolíticas, nunca lo sabremos del todo, aunque el
ritual de cubrirse de sangre antes de la
ceremonia del carnaval, nos recuerda el carácter sagrado que
otorgaban al ocre rojo las culturas del Paleolítico europeo; pero
también otras culturas actuales, como los Himba africanos o los aborígenes
de Australia, para quienes la arcilla roja con la que pintan sus
cuerpos en algunas ceremonias sagradas representa "la sangre de la Madre
Tierra". Sea como fuere, lo que si podemos afirmar con
rotundidad es que el arquetipo del Dios Astado hunde sus raíces en
el principio de los tiempos y que, como personificación de la energía
vivificadora del principio masculino de la naturaleza,
despierta en las primeras semanas de cada año para activar la
regeneración cíclica de la vida en el vientre de Ama Lur.
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