martes, 14 de febrero de 2017

Predicadores armados: Los curas que mataron a «rojos» y dieron gracias a Dios


 Cuando se les veía aparecer, los presos sabían que los asesinatos eran inminentes. El Padre Cid, que tras el golpe fascista oficiaba misa en la tenebrosa cárcel Nueva, en Valladolid (recientemente inaugurada por la República en junio de 1935), repetía una y otra vez que el desgraciado preso, antes de ser fusilado por sus «pecados», recibiera la hostia consagrada y así, aseguraba, su pesar sería más leve. Luego, en los casos en que el fusilado dejaba a sus hijos solos, se encargaba de «reeducarlos» en el patronato que fundó. Con el estallido de la Guerra Civil, en Valladolid, feudo del derechismo, la represión fue tremenda: cuando las celdas y patio de la cárcel Nueva se llenaron se tuvo que volver a reubicar a los presos en la Vieja.

Florentino, cura de Bocigas, acompañaba a las patrullas de asesinos. Al parecer, su objetivo era que en el último instante los fusilados «confesasen sus pecados», que debían ser gravísimos.

Así que muchos acudían junto a grupos de guardias falangistas. A veces marchaban de uniforme y pistola al cinto, como si fuesen imitadores del personaje del furibundo «Predicador». Bendecían las armas y a los más débiles de corazón les aliviaban sus pesares. Hubo hasta curas que fueron condecorados. 

Algunos supervivientes y falangistas, que vieron en acción a los curas armados, aún los recuerdan, unos con espanto y otros llenos de orgullo. Iban armados y, con la llegada de las tropas, no dudaron en denunciar a vecinos, que fueron fusilados, como la familia de Heraclio Conde. Uno de sus familiares lo describe así: «Es un alegre clérigo… me lo imagino disparando trabucos y no le cae mal la imagen… Cuando regresó a Valladolid y volvió a hacerse cargo de la parroquia, denunció a aquellos vecinos que desde su punto de vista eran “indeseables”. Anteriormente se había mostrado beligerante con los sectores de la izquierda, y cuando se produjo el golpe colaboró con eficacia: denunció personalmente a la familia de Heraclio Conde, quien fue fusilado junto con sus dos hijos varones». Más aún: José de Rojas Martín, otro párroco, que dirigía la iglesia de Castrillo Tejeriego, supervisaba personalmente la lista de detenidos y próximamente fusilados, dando el visto bueno. 

Esta lista de «hombres de Dios» con crímenes de sangre (o una de tantas, pues los casos se repartieron por toda la geografía del país), ha sido recogida magistralmente por Orosía Castán, miembro del colectivo Verdad y Justicia. La historia, sin duda, estremece. Aunque la Iglesia no alentó la lucha armada de sus curas, al menos oficialmente, muchos fueron vistos fusil al hombro, dispuestos a acabar ellos mismos con el comunismo y hacerles más rápida la ascensión a los cielos o, posiblemente, según ellos, al mismo averno, a los «pecadores». Salieron en patrullas, presenciaron los fusilamientos y, a veces, daban muerte ellos mismos.
Fueron numerosos en el Alto de León, aunque casi nunca iban con sotana, sino con mono de trabajo, pero también fueron prestos a plena línea del frente, donde combatieron codo con codo con las tropas y algunos cayeron en combate. Otros muchos iban de visita, acompañando a grupos de falangistas. Su misión era, a sus ojos, profética: «De los frentes saldrá una nueva España. A nosotros nos toca ayudar al parto y educar a la criatura», afirmó en una pastoral Fernando Martín Sánchez Juliá, miembro de la Iglesia. 

Sin embargo, la fotografía que durante décadas sin duda ha generado más polémica es aquella en que se ve a un nutrido grupo de seminaristas posando con fusiles en la plaza de toros de Pamplona. Parece que no existe unanimidad acerca de cuándo se tomó, y también parece ser que pudo haber sido mucho antes de la Guerra Civil, en la década de los veinte. Y posiblemente fuese publicada en El Pensamiento Navarro o Diario de Navarra, aunque en plena Guerra Civil volvió a ser difundida por la prensa republicana, que la atribuyó a la labor paramilitar de los curas fascistas.

¿Por qué razón posaron armados? Hay quien apunta que puede tratarse de seminaristas realizando la instrucción del servicio militar obligatorio, lo cual podría probarlo la presencia de un instructor militar a la derecha de la imagen. Los seminaristas, por aquellos años, solían hacer la instrucción militar durante unas pocas horas y en varias semanas sin vestir uniforme militar sino con sus propios hábitos talares.

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